El amanecer guaraní
El tacú de papel
Domingo, 20 de Junio, 2010
Fernando Luis Arancibia U. - Cuentan las crónicas históricas que en la masacre de Kuruyuki, un 28 de enero de 1892, el espíritu del líder chiriguano Apiguaqui Tumpa prometió regresar para encontrar la Tierra sin Mal para los suyos. En ese entonces, todos creyeron que la voz y presencia de los tupi-guaraníes bolivianos se esfumaría para siempre. Craso error, peor cálculo. Como el grito profundo de la tierra, los hombres de las llanuras grigotanas han vuelto a cobrar protagonismo a la luz de la lucha de los pueblos indígenas del mundo. De nuevo vuelven sus dioses y sus rituales en homenaje al bosque y a los cielos. Otra vez, como en el ayer histórico, reclaman la tierra que fue siempre suya y les fuera arrebatada por los blancos.
Y al volver los ojos al cielo buscarán al planeta Venus, la estrella matutina, a la que llaman el Lucero del Alba para iniciar desde el 19 de junio el Año Nuevo Guaraní. La aparición del Lucero del Alba les anuncia la entrada a la Tierra sin Mal de sus antepasados y de esa manera inician sus celebraciones por varios días. Los nativos guaraníes del sur, afincados en el Chaco, en países como Paraguay y Argentina, tienen fechas distintas de celebración de su Año Nuevo, pero los rituales son los mismos. Piden al Eichu -las estrellas y la luna- les alumbren el camino, y al dios Piyo (Ñandú) una buena caza y los mejores alimentos.
Al buscar en los cielos la Constelación de la Vía Láctea, que denominan Sipe nambí, para encontrar la huella del Ñandú Tumpa, que les guiará a Candiré, la Tierra sin Mal. Los rituales de la espera -los ayarises- configuran el marco simbólico de la llegada de los fuegos del cielo -las estrellas que se fueron en marzo y que vuelven a aparecer a fines de junio- donde la más visible es el Lucero del Alba.
Los fuegos del cielo –los astros juntos- tiene un significado similar al de Subaru, de la mitología asiática, que también representa un grupo de estrellas. En las luces del cielo tratan de ver a Ñandurape, al Tapir y al Jaguar de sangre.
La Constelación que retorna, cuyo acercamiento máximo se da en marzo por estar más cerca del Sol, reaparece en junio, coincidiendo con el Año Nuevo Aymara, de diferente simbología y cuya veneración se dirige más al dios Inti –Sol-, pero que coincide con el advenimiento del solsticio y es más fuerte su brillo. Por eso los tupi-guaraníes bolivianos leen el cielo con otros ojos, con los ojos de quienes una día han sido dueños de la Tierra sin Mal y otro día la han perdido. Al vislumbrar la estrella matutina, el Lucero del Alba, es justo que expresen su alegría y sus esperanzas que, como se sabe bien, nunca perecen.
La cosmogonía tupi-guaraní encuentra en los fuegos del cielo la guía de los hombres del bosque y de la llanura, los fundamentos de su vida social, tan antiguos como la Tierra misma, como cuando la estrella del sur estaba al norte y un cataclismo puso todas las cosas al revés. Quizás por ello los del Viejo Continente no entienden los símbolos y las voces del Nuevo Continente. Quizás por ello condenan su visión del todo, su respeto por la Tierra madre, los animales y las plantas, por el cielo y el agua, donde moran todos los dioses. Los mismos dioses que les dieron alimento desde el infinito de las estrellas y la luna.
Y al volver los ojos al cielo buscarán al planeta Venus, la estrella matutina, a la que llaman el Lucero del Alba para iniciar desde el 19 de junio el Año Nuevo Guaraní. La aparición del Lucero del Alba les anuncia la entrada a la Tierra sin Mal de sus antepasados y de esa manera inician sus celebraciones por varios días. Los nativos guaraníes del sur, afincados en el Chaco, en países como Paraguay y Argentina, tienen fechas distintas de celebración de su Año Nuevo, pero los rituales son los mismos. Piden al Eichu -las estrellas y la luna- les alumbren el camino, y al dios Piyo (Ñandú) una buena caza y los mejores alimentos.
Al buscar en los cielos la Constelación de la Vía Láctea, que denominan Sipe nambí, para encontrar la huella del Ñandú Tumpa, que les guiará a Candiré, la Tierra sin Mal. Los rituales de la espera -los ayarises- configuran el marco simbólico de la llegada de los fuegos del cielo -las estrellas que se fueron en marzo y que vuelven a aparecer a fines de junio- donde la más visible es el Lucero del Alba.
Los fuegos del cielo –los astros juntos- tiene un significado similar al de Subaru, de la mitología asiática, que también representa un grupo de estrellas. En las luces del cielo tratan de ver a Ñandurape, al Tapir y al Jaguar de sangre.
La Constelación que retorna, cuyo acercamiento máximo se da en marzo por estar más cerca del Sol, reaparece en junio, coincidiendo con el Año Nuevo Aymara, de diferente simbología y cuya veneración se dirige más al dios Inti –Sol-, pero que coincide con el advenimiento del solsticio y es más fuerte su brillo. Por eso los tupi-guaraníes bolivianos leen el cielo con otros ojos, con los ojos de quienes una día han sido dueños de la Tierra sin Mal y otro día la han perdido. Al vislumbrar la estrella matutina, el Lucero del Alba, es justo que expresen su alegría y sus esperanzas que, como se sabe bien, nunca perecen.
La cosmogonía tupi-guaraní encuentra en los fuegos del cielo la guía de los hombres del bosque y de la llanura, los fundamentos de su vida social, tan antiguos como la Tierra misma, como cuando la estrella del sur estaba al norte y un cataclismo puso todas las cosas al revés. Quizás por ello los del Viejo Continente no entienden los símbolos y las voces del Nuevo Continente. Quizás por ello condenan su visión del todo, su respeto por la Tierra madre, los animales y las plantas, por el cielo y el agua, donde moran todos los dioses. Los mismos dioses que les dieron alimento desde el infinito de las estrellas y la luna.