miércoles, noviembre 03, 2010

Una propuesta política para la Nueva Civilización



Tomás Hirsch

Hace 2 años, en este mismo lugar, durante el 1er Simposio del Centro Mundial de Estudios Humanistas, hablamos sobre ética y acción política. En aquella ocasión comenzamos diciendo: “Hoy en día las relaciones entre ética y política son muy complejas y hasta tortuosas. A tal punto que ambas parecen constituir universos antagónicos y en apariencia incompatibles entre sí".

"La política es la única actividad que pareciera regirse por una suerte de pragmatismo que depende casi por completo de las conveniencias coyunturales”.

Hoy nos invitan nuevamente a hablar de política, esta vez como fundamento para una nueva civilización. No está fácil, después de lo que dijimos en aquella oportunidad y sobre todo cuando constatamos que esa crisis se sigue profundizando cada día más.

Sin embargo, queriendo avanzar hacia una nueva civilización, y habiendo hecho de la política nuestra forma de acción humanizadora, intentemos esbozar un lineamiento para esta acción política de cara a esa nueva civilización con la que todos soñamos.

Bien, pero comencemos con una pregunta: Si la dirección que ha tomado el sistema que nos incluye fuese destructiva, como parece indicarnos la experiencia cotidiana, ¿qué podemos hacer para modificarla? Pregunta difícil de responder. Más aún hoy, cuando ese sistema ya no es local sino global: ya no se trata de un país o de una región sino que del mundo entero.

Esta no es la primera vez que el ser humano se encuentra en una encrucijada histórica parecida, esto ha sucedido muchas veces antes. Diferentes civilizaciones fueron reemplazadas, unas por otras. Lo distinto está en que ahora no hay una civilización afuera de la crisis que pueda dar las respuestas necesarias. En un mundo globalizado no hay nadie “afuera” de esa crisis. Entonces, la respuesta no vendrá de afuera, ni tampoco podrá venir de ciertos líderes iluminados que la impongan desde arriba a las poblaciones; en una época de mundialización, la respuesta necesariamente la deberán encontrar los pueblos en su conjunto, como verdaderos protagonistas de la Historia.

Hasta ahora el Ser Humano nunca ha logrado desprenderse del comportamiento agresivo, y las sociedades que ha creado siguen estando marcadas por la violencia. ¿Es posible erradicar la maldición de la violencia desde las sociedades humanas? A la luz de la experiencia histórica, estaríamos tentados a decir que no, que se trata de una esperanza ilusoria. Sin embargo, también es cierto que en distintos momentos han existido personas y causas que alcanzaron sus objetivos sin recorrer el camino de la sangre y la destrucción; ellos nos sirven de modelos o referencias vivas para orientar nuestra acción.

Establezcamos desde ya con claridad que una nueva civilización necesariamente deberá ser una civilización no violenta.

Y un nuevo referente, político o social, diseñado para una nueva civilización, deberá sustentarse en dos pilares fundamentales: poner al ser humano como centro, por encima de cualquier otro valor, y su forma de acción ha de ser no violenta. Además, respecto del método de análisis de la realidad social, es necesario incorporar a la subjetividad humana dentro de los factores relevantes que impulsan cualquier proceso de cambios.

Afirmamos que el principal indicador para medir el éxito de una nueva forma de hacer política ha de ser el retroceso de la violencia, hasta su completa desaparición desde la convivencia social.

Porque, ¿Cómo puede ser posible que unas minorías impongan condiciones francamente desventajosas para el conjunto y esas mayorías ni siquiera intenten oponerse? La respuesta es muy simple: lo que sucede es que no hay real democracia y, en estricto rigor, las mayorías no están decidiendo nada importante.

La democracia se sustenta en el equilibrio de poderes y en el contrapeso que establece una sociedad civil fuerte y organizada para limitar al Estado y al paraestado y controlar su funcionamiento. Cuando un poder queda fuera de control porque no existen contrapoderes que lo regulen, el equilibrio se rompe y el sistema democrático se distorsiona completamente adquiriendo un carácter puramente formal, ya que las decisiones que estaban en manos del pueblo en su conjunto pasan a radicarse en ese poder desbocado en manos de una minoría. Este es el caso del poder económico.

Una dificultad adicional es: ¿Qué contrapeso podemos oponer al totalitarismo del capital financiero para limitar su acción, cuando ni siquiera alcanzamos a percatarnos de su existencia y de su alcance?

El Estado se encuentra desacreditado, debilitado y se ha convertido en dócil instrumento de esta nueva tiranía. Y por otra parte, el tejido social, que era la base del poder de las poblaciones, se encuentra totalmente desintegrado.

Para lograr el urgente propósito de contener al capital financiero es necesario levantar contrapoderes que le arrebaten el dominio absoluto que hoy ejerce, de modo que las sociedades consigan recuperar su soberanía e independencia. En principio, existen sólo dos vías para crear esos contrapesos: por una parte, recuperando la autonomía del Estado a través de la lucha electoral y en segundo lugar, reconstruyendo el tejido social y la organización ciudadana mediante un trabajo intencional en la base, capaz de articular un auténtico movimiento social. Así, el Estado podrá encuadrar al capital mientras que la comunidad organizada encuadrará al Estado, regulando al poder estatal.

Las transformaciones sociales y económicas que se requieren deben orientarse a impedir cualquier forma de concentración de poder. Ese es el gran desafío; eliminar toda forma de concentración de poder. Y en esa dirección apuntan la superación de la democracia representativa por una plebiscitaria, la regionalización efectiva y la empresa de propiedad de sus trabajadores, todas políticas necesarias en una nueva civilización.

Una nueva civilización debería aspirar a construir una nación humana universal, que básicamente consiste en una confederación de naciones, multiétnica, multicultural, multiconfesional; se trata de la convergencia de la diversidad humana. Para que ese nuevo mundo se consolide, se hace urgente y necesario modificar radicalmente el sistema de relaciones sociales y económicas que hoy nos rige. Ha llegado entonces el momento de poner a la economía al servicio del ser humano y no al ser humano al servicio de un orden económico aberrante.

Es muy importante comprender que no se trata de una cuestión de modelos sino que de prioridades. La salud y la educación son necesidades humanas básicas y, como tales, se constituyen en derechos humanos inalienables que deben ser asegurados igualitariamente. La verdadera revolución es, en el fondo, un asunto muy poco vistoso pero profundamente significativo de reordenamiento de prioridades, poniendo a la salud y la educación en el primer lugar. Y por el momento, el Estado parece ser la única entidad que puede asegurarlo, así es que la sociedad debe proveer los recursos necesarios para que cumpla su función sin postergación y con la máxima excelencia.

En lo económico, una nueva civilización deberá tener la forma de una economía mixta en la que el Estado opera, podríamos decir, en consenso con el mercado, estableciendo un nuevo contrato social con los actores privados, entendidos ahora ya no como sectores antagónicos o competidores sino que complementarios y sinérgicos. No estamos propiciando, de ningún modo, un regreso al estatismo sino que proponiendo la construcción de un gran acuerdo público-privado para actuar en convergencia. El Estado puede planificar y coordinar muchas cosas y eso no necesariamente significa centralizar la economía. Se trata de incentivar, de financiar, de premiar lo que conviene y castigar lo que no conviene al conjunto, disolviendo cualquier forma de monopolio.

Debemos ahora reflexionar sobre la cuestión del poder.

Siempre que se habla de democracia, se la asocia obligadamente a la representatividad, como si existiera allí una frontera infranqueable para la imaginación, que pareciera no atreverse a ir más allá de esos límites. Por su parte, la clase política, temerosa de ser desplazada, se encarga de reforzar esa vacilación martillando sin pausas acerca de la imposibilidad de gobernar sin partidos ni representantes. ¿Qué innovaciones seremos capaces de proponer para superar esta dura prueba que enfrenta hoy la democracia?

Cuando los partidos políticos se vinculaban realmente a los pueblos, recogiendo y expresando las distintas sensibilidades colectivas que estaban en juego, entonces tenían legitimidad y reconocimiento social. Pero cuando sólo les interesó el poder, perdieron su autoridad como intérpretes y portavoces de la realidad social, que era su único capital político. Entonces, esos referentes se convirtieron en máquinas electorales productoras de funcionarios públicos y abandonaron el vínculo directo con aquellos pueblos y sus problemas, para optar por una relación intermediada.

En realidad, la democracia recuperará su alma cuando el pueblo vuelva a ser el protagonista. Pero esa energía colectiva va a manifestarse en plenitud sólo cuando dicha participación sea sinónimo de decisión, cosa que se hará efectiva si se ponen en marcha ciertas transformaciones de fondo al sistema democrático orientadas a traspasar a la comunidad organizada niveles de decisión cada vez más altos.

La fórmula de un Estado fuerte y un pueblo débil desembocó en los totalitarismos estatales que aplastaban la libertad a través de la violencia institucional. Un Estado débil y un pueblo débil han generado un vacío de poder que permitió la irrupción de un ilegítimo estado paralelo en manos del poder financiero internacional, el que mantiene “secuestradas” a las sociedades mediante la imposición de condiciones de violencia económica generalizada. Un Estado y un pueblo fuertes podrían establecer entre ellos un equilibrio dinámico de poderes. Pero, en la medida en que las comunidades adecuadamente coordinadas vayan aumentando su poder real, el dominio estatal disminuirá proporcionalmente y la organización colectiva se irá acercando cada vez más al ideal de una democracia directa. Y cuando los pueblos sean capaces de tomar todas las decisiones respecto de aquello que los incluye directamente, entonces la libertad dejará de ser una mera palabra para convertirse en realidad social, largamente anhelada y duramente conquistada.

Si antes se pretendió, erradamente, hacer la revolución prescindiendo de la conciencia humana, hoy la revolución es, antes que nada, un acto de conciencia. Las comunidades se verán enfrentadas al desafío de crear nuevas formas de organización en la base social. Será necesario encontrar un nuevo tipo de organización, mucho más flexible y capaz de responder dinámicamente a los esfuerzos que le exigirá la situación de inestabilidad social generalizada. Estamos seguros de que esas nuevas orgánicas estarán muy lejos de la morfología piramidal y jerárquica tan propia de esta prehistoria que queremos abandonar y superar. Entonces, las relaciones verticales de subordinación serán reemplazadas por una red de vínculos de coordinación entre funciones diversas, sin un centro manifiesto del cual, más de alguno, pudiera querer apoderarse para gobernar a todo el conjunto.

Proponemos avanzar hacia modos de autogestión popular que impidan, desde su génesis, cualquier forma de dominación. El cambio verdadero no es el reemplazo de un poderoso por otro, de un dominador por otro, sino la total ausencia de poderosos y la superación definitiva de un orden social que implique dominadores y dominados.

Los humanistas siempre hemos tenido especial cuidado en considerar al poder político sólo como un medio más —en ningún caso el único, ni siquiera el más importante— para llevar adelante una revolución que, entre otras cosas, aspira a desarticular para siempre la relación perversa entre poder y violencia a través de formas de acción y de lucha no-violentas.
Una revolución social humanista se caracteriza, básicamente, por una reorientación de todo el sistema, de la acumulación a la distribución. En una sociedad auténticamente humana el empeño estará puesto en mejorar radicalmente las condiciones de vida de los pueblos por encima de cualquier otro interés. Una revolución política significa básicamente la desconcentración del poder.

De acuerdo con nuestra concepción, esas verdaderas redes intencionales que son los conjuntos humanos no requieren de ninguna conducción ni estimulación externas a su propia iniciativa, sino que de una adecuada coordinación. Es importante que se entienda bien la diferencia: si consideramos a los seres humanos como conciencias activas, que no sólo reflejan el mundo sino que están siempre en situación de transformarlo, entonces se vuelve por completo ilegítimo interferir en ese proceso desde afuera porque lo que está en juego es la misma libertad humana.

Entonces proponemos avanzar hacia un Estado coordinador, facilitador. Este rol activo pero no coercitivo del Estado, no tiene nada que ver con esa suerte de ausencia o parálisis estatal que propugna el neoliberalismo, sobre todo porque no se produce ningún vacío de poder, al estar éste íntegramente radicado en la comunidad organizada.

De aquí en adelante, todo el tema ha de ser la reorganización de la base social, de modo que la potestad allí encarnada pueda manifestarse con todo su potencial. Sospechamos, con esperanza y entusiasmo, que serán las nuevas generaciones que aparecen ya en el horizonte, las que llevarán adelante este desafío, que no es otro que el de la superación del sufrimiento que hoy afecta a millones, para avanzar hacia la tan anhelada Nación Humana Universal.

Tomás Hirsch, vive en Santiago de Chile, es miembro del equipo promotor del Partido Humanista Internacional. Fue vocero del Nuevo Humanismo para Latinoamérica y anteriormente, en 2005, candidato presidencial por el Humanismo y la izquierda chilena

De la certeza a la verdad


02/11/2010 - Colaboraciones
La decisión política, además de éticamente justa, ha de ser –hoy y aquí mismo- eficaz, oportuna y procedente
Enrique Cases
La democracia occidental crece en el ambiente intelectual de la Ilustración. El racionalismo europeo desarrolla de Descartes a Hegel el optimismo en el progreso racional y con la confianza en la razón como fuente de paz. En el siglo XXI no cabe esta confianza y es necesario un giro humanista. El patrón que ha entrado en crisis es –como dice MacIntyre- el paradigma de la certeza. Según este esquema teórico, la realidad no esconde misterio alguno: sus secretos se nos desvelarán progresivamente si somos capaces de utilizar la razón de un modo correcto.

Casi nadie es partidario hoy día –al menos en cuestiones políticas- de un racionalismo totalizante al estilo hegeliano, las experiencias han sido demasiado traumáticas. El rastro y el resto de ese racionalismo se da hoy en el cientifismo, que es una degeneración del espíritu científico, pero que da alas a creer que la cuestión política se resuelve de modos científicos, más que con soluciones humanistas. No caen en la cuenta de que la ciencia también está hoy en crisis. Ya no se pueden hacer las extrapolaciones a las que era tan dado el racionalismo. La supuesta transformación del mundo por medio de la ciencia y la tecnología nos ha puesto al borde de la destrucción del medio ambiente natural y frente a la amenaza de una catástrofe atómica. Las cosas no son tan fáciles como se auguraba.

Es preciso pasar del paradigma de la certeza al paradigma de la verdad, según propone Mac Intyre. El acceso a la realidad es más práctico que abstracto y a través de comunidades que ejercen el aprendizaje y la investigación. El objetivismo ilustrado olvidaba que la verdad es un perfeccionamiento del ser del hombre. De ahí que la razón siempre esté en búsqueda y los logros sean inseparables de errores y rectificaciones. Así lo explican Popper, Kuhn y Michael Polanyi. Estamos lejos de la certeza monocorde y unívoca. El paradigma de la verdad supone un uso abierto y analógico de la razón. El primer modelo no tenía incertidumbres, evitaba enfrentamientos y rectificaciones. El segundo modelo es de resultados inciertos y las soluciones continuamente están a prueba, haciéndose vulnerable. El primer modelo es una elección, el segundo requiere participación.

En la actualidad se ha roto el equilibrio entre libertad y participación  por el individualismo de modo que el crecimiento se hace problemático. Ya no se busca la vida buena sino no tener problemas. El riesgo de la verdad se ha cambiado por la seguridad de la certeza, se ha instalado en un terreno teórico y no resiste la realidad. Es necesario llegar también a una verdad práctica que depara la vida lograda. Para llegar a este puerto se debe superar el decisionismo por una lógica de la libertad, más arriesgada, pero más real; pasar de la utopía a la verdad tópica, temporalizada, no susceptible de anticipación profética, sólo de un pronóstico abierto.

La moralidad es condición necesaria, pero no suficiente. La decisión política, además de éticamente justa, ha de ser –hoy y aquí mismo- eficaz, oportuna y procedente. Este conocimiento práctico tiene que ser dialogal y volver a los orígenes de la sociedad democrática (participativa, libre y pluralista). Si la razón pública carece de esta apertura a la libertad solidaria acabará no en servir a la justicia, sino al poder, al cinismo social y la tiranía psicológica. 

Bajo la pretensión de certeza late la voluntad de dominio, se suprime la autolimitación, se ideologiza, y se mueve en el vacío social y el ciudadano decae en su protagonismo público y sólo se ve compensado con la veleidad consumista. Un humanismo cívico es un humanismo práctico, es decir, viable, hacedero, cercano a cada uno de los ciudadanos. Lo cual no rebaja su tensión hacia la excelencia, sino que propone difundirla lo más posible: proclama que la vida lograda no es patrimonio de unos cuantos selectos, sino de todos
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