02/11/2010 - Colaboraciones
La decisión política, además de éticamente justa, ha de ser –hoy y aquí mismo- eficaz, oportuna y procedente
Enrique Cases
La democracia occidental crece en el ambiente intelectual de la Ilustración. El racionalismo europeo desarrolla de Descartes a Hegel el optimismo en el progreso racional y con la confianza en la razón como fuente de paz. En el siglo XXI no cabe esta confianza y es necesario un giro humanista. El patrón que ha entrado en crisis es –como dice MacIntyre- el paradigma de la certeza. Según este esquema teórico, la realidad no esconde misterio alguno: sus secretos se nos desvelarán progresivamente si somos capaces de utilizar la razón de un modo correcto.
Casi nadie es partidario hoy día –al menos en cuestiones políticas- de un racionalismo totalizante al estilo hegeliano, las experiencias han sido demasiado traumáticas. El rastro y el resto de ese racionalismo se da hoy en el cientifismo, que es una degeneración del espíritu científico, pero que da alas a creer que la cuestión política se resuelve de modos científicos, más que con soluciones humanistas. No caen en la cuenta de que la ciencia también está hoy en crisis. Ya no se pueden hacer las extrapolaciones a las que era tan dado el racionalismo. La supuesta transformación del mundo por medio de la ciencia y la tecnología nos ha puesto al borde de la destrucción del medio ambiente natural y frente a la amenaza de una catástrofe atómica. Las cosas no son tan fáciles como se auguraba.
Es preciso pasar del paradigma de la certeza al paradigma de la verdad, según propone Mac Intyre. El acceso a la realidad es más práctico que abstracto y a través de comunidades que ejercen el aprendizaje y la investigación. El objetivismo ilustrado olvidaba que la verdad es un perfeccionamiento del ser del hombre. De ahí que la razón siempre esté en búsqueda y los logros sean inseparables de errores y rectificaciones. Así lo explican Popper, Kuhn y Michael Polanyi. Estamos lejos de la certeza monocorde y unívoca. El paradigma de la verdad supone un uso abierto y analógico de la razón. El primer modelo no tenía incertidumbres, evitaba enfrentamientos y rectificaciones. El segundo modelo es de resultados inciertos y las soluciones continuamente están a prueba, haciéndose vulnerable. El primer modelo es una elección, el segundo requiere participación.
En la actualidad se ha roto el equilibrio entre libertad y participación por el individualismo de modo que el crecimiento se hace problemático. Ya no se busca la vida buena sino no tener problemas. El riesgo de la verdad se ha cambiado por la seguridad de la certeza, se ha instalado en un terreno teórico y no resiste la realidad. Es necesario llegar también a una verdad práctica que depara la vida lograda. Para llegar a este puerto se debe superar el decisionismo por una lógica de la libertad, más arriesgada, pero más real; pasar de la utopía a la verdad tópica, temporalizada, no susceptible de anticipación profética, sólo de un pronóstico abierto.
La moralidad es condición necesaria, pero no suficiente. La decisión política, además de éticamente justa, ha de ser –hoy y aquí mismo- eficaz, oportuna y procedente. Este conocimiento práctico tiene que ser dialogal y volver a los orígenes de la sociedad democrática (participativa, libre y pluralista). Si la razón pública carece de esta apertura a la libertad solidaria acabará no en servir a la justicia, sino al poder, al cinismo social y la tiranía psicológica.
Bajo la pretensión de certeza late la voluntad de dominio, se suprime la autolimitación, se ideologiza, y se mueve en el vacío social y el ciudadano decae en su protagonismo público y sólo se ve compensado con la veleidad consumista. Un humanismo cívico es un humanismo práctico, es decir, viable, hacedero, cercano a cada uno de los ciudadanos. Lo cual no rebaja su tensión hacia la excelencia, sino que propone difundirla lo más posible: proclama que la vida lograda no es patrimonio de unos cuantos selectos, sino de todos
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