Esta experiencia chilena se repite anualmente en Bolivia con motivo de las inundaciones, donde el llamado dolorido por una sociedad con valores humanistas son más urgentes todavía
El nuevo Chile
Mucho
dolor hay en esta nota. Dolor por las más de mil víctimas que se llevó
hacia la inmensidad el desmesurado poder de la naturaleza. Dolor por
la pequeñez humana, por su torpeza embadurnada de liderazgo, por lo
esmirriado que hay debajo de tanta competitividad. Dolor que se
transforma en esperanza al ver a tantos personajes anónimos que siguen
pensando que la humanidad distingue cuando se da hasta que duela.
Las cifras son elocuentes. Al momento
de escribir, el número oficial de muertos está detenido en 723. No hay
aún información oficial de desaparecidos, aunque se estiman en muchos
centenares, tal vez miles. Se calcula en dos millones los damnificados.
Un millón y medio de viviendas afectadas. Para los aficionados a las
comparaciones, el de la madrugada del sábado es el quinto sismo (8.8
grados en la Escala de Richter) de mayor intensidad que registra el
planeta desde que las estadísticas comenzaron a interesarle a los
norteamericanos.
El costo estimado para Chile alcanza a
los US$ 30 mil millones, con tendencia al alza. De acuerdo a la
medición Richter, el terremoto que tuvo su epicentro en las cercanías
de Cobquecura habría sido 18 veces más potente que el que asoló a Haití.
El desastre le ha dado una nueva cara a
Chile. La geografía ha variado, tal como ocurre cada vez que la
naturaleza nos golpea. Pero ahora el cambio es más profundo. Quizás si
el manotazo cataclísmico sirvió para que lo viéramos en su atroz
magnitud. Este Chile 2010 no es el mismo de antes. Es cierto que
integra más avances tecnológicos. La inserción en la economía global es
más profunda. Es reconocida su solidez económica hasta el punto de
integrarlo a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económico (OCDE). Tiene mejor conectividad vial y trata de ir a la
vanguardia en comunicaciones. Pero las fuerzas tectónicas desatadas nos
mostraron otras realidades. La primera, que pese a los avances,
estamos lejos de encontrarnos en el nivel de desarrollo que muchos
pretenden. La segunda son los efectos dejados por un terremoto
anterior, de carácter moral.
Los asaltos a los supermercados fueron
el indicio más reciente. Venía precedido de otros que no se quieren
ver. Las ventas de las empresas estatales a precio vil fue un
antecedente. Más cercano, la colusión de las farmacias. Y podrían
sumarse muchos más, como los cobros abusivos por los servicios básicos,
la práctica agiotista de los bancos, de las tarjetas de débito o de las
multitiendas. Y si se quiere buscar referentes más amplios, está la
propia crisis financiera global de la que aún no salimos. Si Bernard Madoff fue
capaz de estafar US$ 50.000 millones, es difícil no comprender que
estamos ante nuevos parámetros. Que los valores de antaño han saltado
por los aires, aventados por un individualismo desenfrenado. Resulta
indispensable abrir camino a una mutación valórica.
Sin embargo, tal posibilidad la rechaza
el pensamiento conservador que se refugia en añejos esquemas. Prefiere
optar sólo por la represión para evitar abordar la realidad con nuevas
herramientas.
Quienes detentan el poder económico
abogan por legislaciones cada vez más severas para castigar los
desmanes delictuales del lumpen. Pero se deja con sanciones menores o
sin sanción, a quienes aprovechándose de su poder han transformado a
Chile en uno de los diez países que peor distribuyen la riqueza en el
mundo. Y hoy pareciera aceptarse sin chistar que el derecho de
propiedad aquí es más importante que los derechos humanos.
El desastre que hoy nos conmueve es de
magnitud aterradora. Hay miles de compatriotas que sufren. Hasta los
que la ayuda demora en llegar. Pero, sin duda, la experiencia, por
dolorosa que sea, servirá para que en una nueva oportunidad -que la
habrá- estemos mejor preparados. Como ahora que, gracias a las
construcciones antisísmicas, no tenemos que lamentar muchos millares de
muertos.
Es imposible no reconocer que eso es un
avance. Sin embargo, precisamente esto hace indispensable saber que la
actitud dolosa de algunas constructoras cuyos edificios nuevos yacen en
el suelo de varias ciudades del país, incluyendo Santiago, será
castigada severamente. Tal como debiera castigarse la lenidad y la
actitud abiertamente delictual de quienes construyeron las autopistas
que colapsaron. Y saber cómo se sancionará a los responsables de la
edificación de los hospitales de Talca, Parral o del recientemente
inaugurado en Curepto.
Tal vez el terremoto de la madrugada
del sábado nos trajo una oportunidad única para mirarnos
profundamente. De saber qué haremos como sociedad para enfrentar este
futuro incierto. Este porvenir en que el individualismo nos marca
senderos viciados y peligrosos. En los que el éxito es la meta que
reemplaza a la felicidad. Y la competitividad nos hace mirarnos como
adversarios, en vez de miembros de un mismo equipo que tiene que
trabajar de manera mancomunada.
Pero para ello es necesario poner en
marcha esquemas de valores que nos actualicen, sin perder por un
instante la noción humanista que hace digna la vida. Una visión
humanista integradora con la naturaleza, tal como con los otros seres
humanos.
Sólo así será posible que el dolor nos sirva para crecer. Crecer como seres humanos, que es lo importante.
Por Wilson Tapia Villalobos
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