Ahora todo parece indicar que hemos entrado en una época caracterizada por una nueva asimetría, por un desequilibrio que resulta especialmente difícil de explicar. Esta nueva zona de inestabilidad se pone al descubierto en los fenómenos del terrorismo, la violencia y las nuevas guerras, que quizás hayan puesto fin al largo periodo de estabilidad de los Estados nacionales, tal como se configuró su equilibrio en la Paz de Westfalia, y que duró desde el siglo XVII hasta el final de la guerra fría, después del derrumbe de la Unión Soviético En todo ese largo periodo ha habido, por supuesto, muchos desequilibrios y no pocas asimetrías (como las guerras coloniales) pero el mundo se mantuvo, al menos en Europa, dentro de un marco general de simetría. Conviene desarrollar esta hipótesis para entender mejor lo que vivimos en la actualidad. Comprender bien el sentido de los acontecimientos permite hacer mejores pronósticos y enfrentarse con mayor eficacia a su complejidad.
Las guerras clásicas entre los Estados eran fundamentalmente guerras simétricas en las que se llevaba a cabo una violencia especialmente intensa sobre el campo de batalla, que se intentaba limitar a este escenario e impedir que se extendiera por espacios más amplios. La guerra clásica era simétrica, no porque sus actores tuvieran la misma fuerza, sino porque tenían el mismo rango: ser Estados. Esa igualdad era el presupuesto de que los Estados se reconocieran como similares y aceptaran las normas mediante las cuales el derecho regulaba, con mayor o menor fortuna, las situaciones de paz y de guerra. El uniforme era la simbolización de esa simetría, por el que se distinguía a los combatientes de los demás y les daba a conocer como enemigos. Los ritos del alto el fuego y las negociaciones para la capitulación tenían el efecto de facilitar la disposición para negociar, de manera que no fuera necesario continuar con una guerra que se daba por decidida. No hace falta idealizar estas condiciones para reconocerles su validez general, entre otras razones porque lo así regulado no deja de ser un ejercicio de violencia brutal como sucedió cuando Bolivia perdió su Litoral, así como parte del Acre y del Chaco Boreal.
Que también estas cosas han cambiado es algo que resulta bastante obvio desde las guerras recientes en Asia central o en el África subsahariana, así como el llamado terrorismo internacional. La mayor parte de los actos de violencia que caracterizan a las nuevas guerras, medidos con las normas y tratados internacionales, son delitos de guerra. Por eso las guerras suelen ahora concluir con tribunales específicos. Ya no puede decirse que la guerra es un enfrentamiento entre combatientes, cuando más del 80 por ciento de los muertos son civiles, cifra que a comienzos del siglo XX estaba en torno al 10 por ciento. Las nuevas guerras se caracterizan por una desmilitarización de la violencia, como lo muestra la creciente presencia de grupos paramilitares, la extensión de la práctica del secuestro a civiles o la aplicación sistemática de la violencia sexual.
En las guerras asimétricas no hay propiamente batallas sino masacres que no conducen a la capitulación definitiva. Aquí está el núcleo de la diferencia entre guerras simétricas y asimétricas. Forma parte de ese carácter simétrico de la guerra tradicional finalizar el combate de modo que no se produzca una escalada de violencia. Las masacres se distinguen de las batallas por el hecho de que en ellas no se decide nada, no representan ningún avance en dirección a un cierre pacífico. Todo lo contrario: agudizan el deseo de venganza y aceleran ese círculo infernal que hiere cada vez más las estructuras de una sociedad. La masacre es un paso más en una violencia instalada; la batalla, al menos en su intención, constituye el principio del final de la guerra. Esta diferencia conduce a otra, de no menos actualidad, que permite entender la naturaleza de nuestros conflictos más enquistados: las guerras clásicas estaban pensadas para concluir. Ahora, en vez de acuerdos de paz, lo que tenemos son procesos de paz, en los que ya no hay dos partes que concluyan una paz sino un tercero que trata de motivarlos para que consideren la paz como algo más atractivo que la guerra. Las constelaciones simétricas, al menos en teoría, se caracterizaban porque en ellas la capacidad de matar y ser matado estaba repartida por igual. La asimetría suprime radicalmente este equilibrio: una parte pretende llevar a la otra a una posición de completa inferioridad, incluso indefensión. Donde mejor se ejemplifica esta asimetría es en el desequilibrio que representan los atentados suicidas. Y es que forma parte de la simetría del combate suponer que el enemigo, aunque realice acciones que ponen en peligro su vida, no quiere morir. Ahora bien, quien no se contenta con el riesgo normal del combate y decide morir obtiene unas ventajas estratégicas que le convierten en un enemigo muy difícil de neutralizar. La conducta de un combatiente del que se supone que no quiere perder su vida en el intento es calculable; un enemigo suicida introduce un desequilibrio imponderable, una asimetría radical. Como decía James Baldwin, “la creación más peligrosa de una sociedad es la de un hombre que no tiene nada que perder”. Otra de las propiedades que se observan en las guerras asimétricas es una tendencia a considerar al enemigo vencido como un trofeo. Este tipo de exhibición representa la antítesis respecto del derrotado, tal como se exige (aunque casi nunca se cumpla plenamente) en los códigos tradicionales de la guerra. La humillación y el trato vejatorio hacia los presos de la cárcel de Abu Ghraib en Bagdad quiebran desde luego cualquier norma de derecho militar. Pero lo más elocuente es que tales actos se hayan fijado en fotografías. Para realizar alguna previsión acerca del posible curso de estos conflictos hay que hacerse cargo de otra asimetría que tiene que ver con los recursos para conseguir la victoria. Quien tiene la supremacía militar intenta acortar el tiempo de la guerra y el número de bajas propias. Esta urgencia tiene que ver con el hecho de que las sociedades post heroicas están compuestas por individuos a los que les resulta difícil justificar en principio que una vida humana pueda subordinarse a una victoria bélica y donde gana terreno una mentalidad a la que cada vez resultan más extraños los valores guerreros y los imperativos de la supervivencia. Por eso los estadounidenses no han enseñado a sus muertos. Las sociedades menos desarrolladas tienen, en cambio, una mayor capacidad de aguante. Pueden alargar la guerra y tratar de ganar así en la dimensión del tiempo, del que sus adversarios no disponen. Para unos el tiempo corre a su favor y para otros en su contra. Sólo las sociedades heroicas están en condiciones de sostener una guerra de guerrillas. Contra la capacidad de aceleración de un enemigo tecnológicamente superior lo único que pueden hacer es desacelerar el curso de la guerra. Incapaces de decidir la guerra a su favor por medios militares, la transforman en un proceso de desgaste y desistimiento. Las formas recientes de terrorismo son variantes de dicha estrategia para transformar la desigualdad en una ventaja.
La guerra en Irak y cuanto sucede ahora mismo en Afganistán, es un buen ejemplo de esto último. Los estadounidenses esperaban que una guerra para la que partían con una superioridad asimétrica pudiera concluirse con el modelo de una guerra simétrica, o sea, con capitulación y tratado de paz. Nada más ilusorio. Tras la rápida victoria de los norteamericanos en el periodo de la invasión, la guerra cambió su naturaleza y donde antes había dominado la asimetría de la fuerza se impuso la asimetría de la debilidad. Esta alteración de las condiciones se puede ejemplificar en el desplazamiento de la superioridad respecto de la información. Si en un primer momento eran superiores los estadounidenses, cuyos sistemas de tecnología avanzada permitían un control completo del campo de batalla, mientras que el enemigo estaba ciego y sordo en sus escondites, la situación cambió en el momento en el que los invasores se instalaron en el país y se hicieron cargo de los servicios de seguridad, salud, comunicaciones, educación y abastecimiento. A partir de entonces los soldados que custodiaban los edificios o los transportes se convirtieron en un blanco fácil para un enemigo que salía de la clandestinidad. Desde el principio estuvo claro que los grupos de resistencia nunca estarían en condiciones de vencer militarmente a los ocupantes; lo único que podían hacer era provocarles un número de bajas que los estadounidenses no pudieran asimilar políticamente. Lo decisivo en esta forma de asimetría no era la intensidad de la guerra sino su duración.
Para que una resistencia orientada a la duración tenga éxito es fundamental que los enemigos no dispongan de la misma cantidad de tiempo, que uno de ellos tenga más resistencia que otro. Si lo característico de las guerras simétricas era que los enemigos tenían unas capacidades similares tanto por lo que se refiere a la intensidad como respecto de la duración, es propio de las guerras asimétricas que ambas capacidades se hayan desarrollado de diferente manera: una parte es muy capaz de aplicar intensivamente la fuerza, pero sólo durante un tiempo limitado, mientras que para la otra es todo lo contrario.
La inversión de tiempo que, en una guerra de partisanos, podría proporcionar la victoria a los combatientes con inferioridad técnica únicamente puede darse en una sociedad con gran capacidad de sufrimiento. Sólo las sociedades heroicas están en condiciones de llevar a cabo una guerra en condiciones de debilidad asimétrica; las sociedades post heroicas únicamente irán a la guerra en una posición de superioridad asimétrica, que minimice las pérdidas propias y decida a su favor la guerra en un breve plazo de tiempo. Desde el final del conflicto entre el Este y el Oeste, toda la sofisticación del armamento en el mundo occidental ya no ha tenido la función de mantenerse en equilibrio frente a un enemigo simétrico sino que trataba de alcanzar la mayor superioridad posible frente a las sociedades heroicas. Comprender bien los términos del problema es ya la mitad de la solución. Y como ocurre con tanta frecuencia, las soluciones más firmes y decididas no son siempre las mejores; a veces, la firmeza es tanto mayor cuanto más profunda es la perplejidad que los actores políticos tratan de disimular.
Tal vez aquí sea conveniente citar a Bertrand Russeel: “gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas”.
EL ESPECÍFICO CASO BOLIVIANO
Todo lo anterior sirve para intentar, sin interés alguno ni mala intención, explicar por qué Evo Morales llegó al poder y lo conserva. Es que actuó y se movió con una lógica desconocida por sus predecesores apegados tanto a Aristóteles como a Hegel . Claro que en la medida de su propio desgaste, debido sobre todo a sus últimas conductas gubernamentales inconsecuentes con su programa original y por ello mismo inconsistentes, desde hace un tiempo viene siendo víctima de su propio remedio, de su receta, o sea de la pretensión de acabar o liquidar mediante fuerzas militares y/o policiales a una oposición popular que ha nacido en la parte oriental de Bolivia. Esta oposición es más bien pasiva, o al menos así se la presenta, no lleva armas sino pancartas, no municiones sino gritos de paz para exigir el cumplimiento o la modificación de leyes, decretos, órdenes y reglamentos. Esta oposición, surgida en algunos casos de la misma entraña que el original Movimiento al Socialismo (MAS) no se presenta como alternativa de poder, no anuncia una nueva construcción revolucionaria porque apenas, busca,, por lo menos hasta hoy, metas humanistas como por ejemplo la conservación del medio ambiente y el respeto a usos y costumbres regionales o localistas. Es así que otros sectores, no ya solamente de indígenas o campesinos, reproducen el fenómeno de exponer, mediante manifestaciones en las calles, bloqueos de caminos o huelgas de hambre su exacerbación contra la inflación de precios o de imposiciones gubernamentales que consideran injustas cuando no arbitrarias. El gobierno, acorralado, busca con el mayor de los afanes la formalidad en las luchas sociales de distintos y cada vez más amplios sectores no sectarios y en consecuencia al margen de toda formalidad, con lo que muestran en los hechos su desinterés por cuestiones materiales o cualquier tipo de dogmatismo o parcialidad. Por otra parte, estas nuevas expresiones de rebeldía se hallan muy lejos de los movimientos y partidos políticos que gobernaron a través de la historia republicana y en especial desde 1952. En este punto, vale la pena remarcar, está la fuerza de su debilidad. A fines del siglo pasado habría sido una temeridad el solo hecho de imaginar que la vanguardia organizada del minoritario pueblo guaraní o la Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente Boliviano (CIDOB) pudiesen colocarse en tal posición que arrastrarían a su paso a una buena parte del CONAMAQ (indígenas del Altiplano) y llegasen a ser punto de referencia intelectual, cuando no emocional, de personalidades y entidades nacionales y extranjeras interesadas en investigar el sui géneris proceso boliviano. De tal magnitud es el fenómeno que el MAS, ya en el gobierno, ha dejado de ser el bloqueador y se esfuerza por darle simetría a las luchas sociales en Bolivia. Todos los días el presidente del ahora denominado Estado Plurinacional recorre las capitales de Departamento, las provincias y hasta los cantones, con su séquito militar y policial para mostrar sus obras públicas y prebendas mientras dispara contra el imperialismo y el capitalismo a tal punto que amenaza con romper relaciones diplomática con los Estados Unidos, país que, por lo menos aparentemente, lo ignora. Es frecuente, además, el desbarre cuando la policía intenta atajar las marchas contra la construcción de una carretera que atraviese el Territorio Indígena del Parque Nacional Isiboro Sécure /TIPNIS), o cometió agresiones contra los inválidos que pedían un bono anual para aliviar a discapacitados de todo tipo. En el fondo lo que sucede es que los representantes de la expresión dinámica del Estado, el gobierno, pretenden darle formalidad a las demandas, hacerlas constructivas, dotar de lógica contemporánea cuestiones que vienen del fondo de la historia. Por qué van a oponerse con tanto sacrificio a la planificación física racional del país –así piensa el gobierno – o cuál es la razón para otorgar bonos a un sector poblacional que debiera contar con hospitales, centros de acogida permanente o talleres de trabajo especial. El presidente y su gente, ahora, se ven obligados a acudir a la lógica formal, a la idea generalmente admitida de la modernidad, la cual ignoraron a propósito para defenestrar gobiernos burgueses con el argumento de que no debía, no podía venderse a Chile ni siquiera una molécula de gas. Irracionalidad en el llano, racionalidad desde el poder. La advertencia de cerrar la embajada norteamericana no es la panacea para paliar las carencias económicas ni el embate de las masas. Por lo demás se acude al expediente de invocar el revocado principio de autoridad. Las contradicciones están a punto de abatir a los dialécticos de vieja data que tampoco están en capacidad de comprender los cambios registrados en este mundo asimétrico, tanto que los dirigentes de la Central Obrera Boliviana no arrastran más que las juntas vecinales que pueden apoderarse de las calles, y carreteras como los transportistas, profesores, estudiantes, comerciantes minoristas, amas de casa, asociaciones de víctimas de las viejas dictaduras militares, jubilados, usuarios y dueños del transporte colectivo ante el menor asomo de que los pasajes suban de precio, profesionales del sector salud que hacen huelga y cierran calles, y, en suma, un contundente etcétera en su versión de interminable. En estas condiciones a quien pudo habérsele ocurrido que los organizadores del DAKAR aceptarían ningún tipo de carrera internacional pasando por territorio boliviano. Elemental. Bolivia seguirá “terra incógnita, zona roja, lugar peligroso para transitar porque, además, grupos a veces numerosos de habitantes de pueblos y hasta villas impiden el tránsito porque no están de acuerdo con su alcalde o Concejo Municipal o porque andan en interminables pleitos por límites entre provincias o departamentos. Es un cuento de nunca acabar y la anarquía se agrava cada día más. NOTA: Esta es apenas una pálida introducción a un ensayo más extenso, pero si lo ves bien es un comienzo. Vale y gracias
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