Neo-humanismo; por LUIS SUÁREZ
El saber humano, con todas sus limitaciones, es la gran plataforma hacia el progreso
N o es inoportuno recordar ahora que en un importante y arriesgado coloquio celebrado en Ávila se ha coincidido, desde dos puntos opuestos del pensamiento y de la doctrina, en la necesidad de retornar al Humanismo, que es una de las características renovables de la cultura europea. El primer Humanismo fue en gran medida el resultado de la gran depresión iniciada en 1328. Arrancaba de uno de los valores más importantes transmitidos desde el cristianismo: es tanta la dignidad que reviste la naturaleza humana que el propio Dios la tomó para sí mismo a fin de salvarla de la destrucción. Con todos los defectos sociales y políticos que siempre parecen inevitables, ese Humanismo que arranca de Petrarca y alcanza a Tomás Moro consiguió dar un vuelco completo a la situación, remontando la crisis económica que parecía entonces, como hoy, insuperable y lanzando a Europa a esa «desoberta do mundo» de la que los hispanos fuimos protagonistas.
La sociedad de nuestros días, estrangulada bajo los efectos de la crisis económica, corre el peligro de entender que el único y verdadero problema está ahí: en los trozos de papel y en los números del ordenador que ahora llamamos dinero. Los bienes materiales, en efecto deben calificarse de bienes, pero son sólo medios y nunca fines. La misión de una empresa, cualquiera que sea su tamaño, es proporcionar medios de vida para que la persona humana, hombre y mujer, unidos, pueda cumplir la misión que en su propia naturaleza le viene señalada. Y por su parte, el Estado es también un simple instrumento al servicio de los miembros de la sociedad. Es fácil comprender que el gran desvío de nuestro tiempo se encuentra en la asunción absoluta del poder por esos equipos, prácticamente cerrados sobre sí mismos, que son los partidos políticos. A ellos, en todo el mundo occidental que se califica a sí mismo orgullosamente de democrático, corresponde con exclusividad el cometido de presentar a los ciudadanos los nombres, los vagos programas y las promesas diciéndoles: «Ahí los tienen, ahora escojan».
Pero aún más; en sistemas cada vez más extendidos esa elección aparece también manipulada. Si yo figuro con el número uno en la lista de candidatos de un partido, dejo de ser un candidato para ser un necesariamente elegido. La duda entre el ser o no ser comienza más abajo en los números más avanzados. De modo que el ciudadano ha sido despojado de dos funciones: presentarse como candidato y escoger dentro de la lista que se le presenta a aquel que le parece más adecuado. Si se atreve a hacerlo así su voto queda automáticamente anulado. Hace ya muchos años que Lenin definió elogiosamente este sistema como «totalitarismo», es decir, sometimiento total del Estado al partido. Para él se trataba de uno, para nosotros de varios. Pero la esencia de la totalidad sigue vigente.
El nuevo Humanismo, que sin duda va a producirse porque los materialismos han tocado fondo, debe tener en cuenta todas estas dimensiones que significan una herencia del cristianismo, el cual, en sus varias etapas y superando daños y errores a veces muy fuertes, llegó a colocarse como un enorme faro, en la cumbre desde donde se ilumina la sociedad. En él corresponderá el protagonismo a la persona y no al individuo. Porque si no, entraremos en la perplejidad, como advirtiera Maimónides. Importa mucho destacar la coincidencia entre Ortega y Gasset y Wojtila en otro punto: el progreso no consiste en tener más, es decir, acumular bienes materiales, sino en ser más, crecer. Y el hombre sólo crece cuando, haciendo uso de la enorme dignidad de su naturaleza, va incrementando los valores morales. Aún no ha sido retirada esa ley de la «memoria histórica» que sustituye la conciencia objetiva por una interpretación propagandística.
Voy a concluir este artículo contando una anécdota que seguramente muy pocos conocen. El gran novelista Ernest Hemingway vino a España durante la Guerra Civil, movido por el anhelo de apoyar a aquel bando republicano que decía combatir por la libertad. Y se decepcionó terriblemente: allí no había libertad sino dureza, desde luego en ambas partes, cosa no extraña pues estas suelen ser las dimensiones de una guerra civil. De ahí que titulara la novela producto de esta decepción «¿Por quién doblan las campanas?» El 15 de julio de 1943 se estrenó en Nueva York un film basado en esta obra al que se titulaba sencillamente «War» (Guerra). Era de muy larga duración, 175 minutos, y estaba dirigida por Fred Zinnemann, que se hiciera famoso por «Solo ante el peligro», y en ella figuraban como actores Gary Cooper e Ingrid Bergmann, nada sospechosos. Sin embargo, la Prensa de la izquierda protestó porque a los militares se les llamaba «nacionales» como ellos hacían, y la secuencia más espeluznante era el asesinato de derechistas por miembros de las Brigadas Internacionales. Rápidamente se suspendió la proyección, se ejecutaron los recortes solicitados y se cambió el título por el mismo de la novela. De modo que, cuando tras la muerte de Franco, pudimos asistir en Madrid a la proyección de «¿Por quién doblan las campanas?» se nos dijo que íbamos a ver la «versión original» cuando, en realidad, era la recortada; de este modo se cumplía antes de tiempo la ejecución de la memoria histórica.
Un buen ejemplo de lo que ahora sucede. Si algún historiador trata simplemente de explicar lo que los documentos le dicen, corre el peligro de ser seriamente descalificado. Una lástima. Ese Neo-humanismo que el siglo XXI necesita, como el señor Rodríguez Zapatero reconoció en Ávila, necesita superar esos obstáculos, dando a la rectitud moral su preeminencia. Que no se repitan casos como el de Santo Tomás Moro. Ni tampoco, desde luego, como el de los hermanos Valdés. El saber humano, con todas sus limitaciones, es la gran plataforma hacia el progreso. Pero resulta imprescindible descubrir, sostener y respetar la verdad.
La sociedad de nuestros días, estrangulada bajo los efectos de la crisis económica, corre el peligro de entender que el único y verdadero problema está ahí: en los trozos de papel y en los números del ordenador que ahora llamamos dinero. Los bienes materiales, en efecto deben calificarse de bienes, pero son sólo medios y nunca fines. La misión de una empresa, cualquiera que sea su tamaño, es proporcionar medios de vida para que la persona humana, hombre y mujer, unidos, pueda cumplir la misión que en su propia naturaleza le viene señalada. Y por su parte, el Estado es también un simple instrumento al servicio de los miembros de la sociedad. Es fácil comprender que el gran desvío de nuestro tiempo se encuentra en la asunción absoluta del poder por esos equipos, prácticamente cerrados sobre sí mismos, que son los partidos políticos. A ellos, en todo el mundo occidental que se califica a sí mismo orgullosamente de democrático, corresponde con exclusividad el cometido de presentar a los ciudadanos los nombres, los vagos programas y las promesas diciéndoles: «Ahí los tienen, ahora escojan».
Pero aún más; en sistemas cada vez más extendidos esa elección aparece también manipulada. Si yo figuro con el número uno en la lista de candidatos de un partido, dejo de ser un candidato para ser un necesariamente elegido. La duda entre el ser o no ser comienza más abajo en los números más avanzados. De modo que el ciudadano ha sido despojado de dos funciones: presentarse como candidato y escoger dentro de la lista que se le presenta a aquel que le parece más adecuado. Si se atreve a hacerlo así su voto queda automáticamente anulado. Hace ya muchos años que Lenin definió elogiosamente este sistema como «totalitarismo», es decir, sometimiento total del Estado al partido. Para él se trataba de uno, para nosotros de varios. Pero la esencia de la totalidad sigue vigente.
El nuevo Humanismo, que sin duda va a producirse porque los materialismos han tocado fondo, debe tener en cuenta todas estas dimensiones que significan una herencia del cristianismo, el cual, en sus varias etapas y superando daños y errores a veces muy fuertes, llegó a colocarse como un enorme faro, en la cumbre desde donde se ilumina la sociedad. En él corresponderá el protagonismo a la persona y no al individuo. Porque si no, entraremos en la perplejidad, como advirtiera Maimónides. Importa mucho destacar la coincidencia entre Ortega y Gasset y Wojtila en otro punto: el progreso no consiste en tener más, es decir, acumular bienes materiales, sino en ser más, crecer. Y el hombre sólo crece cuando, haciendo uso de la enorme dignidad de su naturaleza, va incrementando los valores morales. Aún no ha sido retirada esa ley de la «memoria histórica» que sustituye la conciencia objetiva por una interpretación propagandística.
Voy a concluir este artículo contando una anécdota que seguramente muy pocos conocen. El gran novelista Ernest Hemingway vino a España durante la Guerra Civil, movido por el anhelo de apoyar a aquel bando republicano que decía combatir por la libertad. Y se decepcionó terriblemente: allí no había libertad sino dureza, desde luego en ambas partes, cosa no extraña pues estas suelen ser las dimensiones de una guerra civil. De ahí que titulara la novela producto de esta decepción «¿Por quién doblan las campanas?» El 15 de julio de 1943 se estrenó en Nueva York un film basado en esta obra al que se titulaba sencillamente «War» (Guerra). Era de muy larga duración, 175 minutos, y estaba dirigida por Fred Zinnemann, que se hiciera famoso por «Solo ante el peligro», y en ella figuraban como actores Gary Cooper e Ingrid Bergmann, nada sospechosos. Sin embargo, la Prensa de la izquierda protestó porque a los militares se les llamaba «nacionales» como ellos hacían, y la secuencia más espeluznante era el asesinato de derechistas por miembros de las Brigadas Internacionales. Rápidamente se suspendió la proyección, se ejecutaron los recortes solicitados y se cambió el título por el mismo de la novela. De modo que, cuando tras la muerte de Franco, pudimos asistir en Madrid a la proyección de «¿Por quién doblan las campanas?» se nos dijo que íbamos a ver la «versión original» cuando, en realidad, era la recortada; de este modo se cumplía antes de tiempo la ejecución de la memoria histórica.
Un buen ejemplo de lo que ahora sucede. Si algún historiador trata simplemente de explicar lo que los documentos le dicen, corre el peligro de ser seriamente descalificado. Una lástima. Ese Neo-humanismo que el siglo XXI necesita, como el señor Rodríguez Zapatero reconoció en Ávila, necesita superar esos obstáculos, dando a la rectitud moral su preeminencia. Que no se repitan casos como el de Santo Tomás Moro. Ni tampoco, desde luego, como el de los hermanos Valdés. El saber humano, con todas sus limitaciones, es la gran plataforma hacia el progreso. Pero resulta imprescindible descubrir, sostener y respetar la verdad.
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