Por: Agustín Zepeda Jones
Si bien las expresiones humanas son muchas y variadas, como: amar y odiar, reír o llorar, el placer narcisista y la procreación, salvar vidas y asesinar, trabajar y descansar, acumular y despilfarrar, etc., sólo el desarrollo de los valores humanistas nos sitúa en la expresión más alta y digna que el ser humano ha sido y será capaz de alcanzar.
Dichos valores se expresan en los demás, por lo que es sustancial alcanzar el beneficio para el otro. De esa manera, y no sólo con la intención, alcanzan la satisfacción los humanistas.
Parte sustancial para el humanista es entonces la acción congruente consigo mismo (lo que tiene que ver con su autoestima y su autovaloración), a través de cómo sus acciones se proyectan de manera inherente y natural al respeto del derecho del otro; la justicia.
No hay otro mejor camino para la humanidad que no sea la equidad humanista; y no lo hay por dos razones vinculadas estrechamente: 1] Nosotros hemos trazado ese camino y 2] porque esta en la naturaleza de la conciencia.
Lo que no se proyecta en sentido humanista es absurdo. Es por la conciencia que el hombre alcanza su máxima realización, pero también por la ausencia de ella es que el hombre puede vivir en la más profunda oscuridad.
En la medida en que la humanidad avanza en el desarrollo de los derechos, más complejidad existe para que dichos derechos se cumplan en los hechos. Así pues, requerimos necesariamente de paciencia y comprender que si bien el transitar es lento, tampoco existe otra ruta en la que se pudiera avanzar. Las acciones que se oponen y detienen el tránsito del humanismo marcan un retroceso y/o un estancamiento pasajero ante lo inevitable, a no ser que una debacle mundial acabe antes con la especie humana.
No se puede concebir el estancamiento o el retroceso como un camino sin retorno, porque ello implicaría de entrada un suicidio filosófico. Pero sí, por otro lado, es lamentablemente previsible que será un andar pausado -como lo ha sido-, tortuoso, y hasta manchado de sangre.
Mientras ello ocurre, las partes en la discrepancia social se enfrentan insoslayablemente en un permanente conflicto: humanistas, en sus diversas formas de expresión y en sus trincheras de lucha política, frente los “conservadores pragmáticos”; el hombre que quiere el bien común contra el hombre que quiere el bien para sí; el hombre de equidad contra el hombre que proclama la competencia y la ley del más fuerte y del poder. El pragmático vive feliz en el poder, con sus conquistas personales, con sus propiedades. El humanista no puede del todo ser feliz: es acaso más una felicidad en la intermitencia, porque conoce, ve y palpa, la desigualdad, la inequidad de oportunidades y el ejercicio desigual de la ley.
La igualdad no está ni debe medirse en la estandarización de los individuos: cada uno tiene sus propios caminos para la realización; ni se trata de que la sociedad subsane los malos hábitos, o de que contravenga el valor creativo, o desmerite el valor del esfuerzo; sólo se trata de oportunidades y equidad auténticas, que alimenten las potencialidades y los valores humanistas.
De ahí la gran plataforma que constituye la educación. Educar desde el hogar, las escuelas, los medios masivos de comunicación, en la identidad universal de ser humano-humanista.
El hombre debe aspirar a la identidad de Ser Universal; ello lo saca del reduccionismo de las identidades parciales, refiriéndome a las identidades del estatus quo y a todo tipo de enajenación.
La evolución futura del humanismo debe necesariamente crear gobiernos humanistas. Las pugnas actuales entre los intereses monetarios de los que no sólo más tienen en el sentido llano, sino entre los que tienen descomunalmente (capitales que se concentran en un individuo o en un pequeño grupo de individuos en una nación en la que se mueren de hambre los pobres.) y los más desfavorecidos, deben darse no sólo para la distribución de la riqueza acumulada en oro, sino la riqueza del saber, del conocimiento, de la fuerza de la unión social con equidad y justicia. Lo otro, el alcance del disfrute de las ventajas de la modernidad, llegará en su momento.
Mientras tanto hoy, los que constituimos esta generación, debemos reflexionar en nuestro nivel de conciencia y de congruencia moral cuando tomamos decisiones que nos atañen a todos.
¿Lo hacemos por el bien de todos? Cuando votamos, cuando permitimos que nos manipulen sin que analicemos realmente lo que pretenden los interesados, cuando dejo mi basura en el zaguán del vecino, cuando asisto a clases sin que me interese algo más que el papel, cuando invado las banquetas, cuando acelero el automóvil, cuando no preparo las clases para mis alumnos, cuando les hago chapuza a mis socios, cuando engaño a mis clientes, ¿Estamos pensando en el bien del otro? ¿En el bien de todos?
Es la ley del trasgresor, que de una u otra manera es la ley del poder, de uno sobre el otro, como todos esos hechos que ocurren en los cotos de poder políticos, de cuyas acciones ni nos imaginamos, igual que aquél que hace valer su trasgresión a través de la corrupción, el asalto o la acción clandestina.
A los tecnócratas, a los que desmedidamente luchan porque se conserven viejos esquemas de dominación social del poder político, no los concibo en el esfuerzo intencionado de alcanzar un ideal de equidad social, lo que se dice social.
Si queremos entender el motivo de los conservadores, encontraremos que simple y sencillamente se trata de un primitivo “ego” o de un profundo miedo al cambio, aunque ello implique la intrascendencia de su pobre condición humana.
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